lunes, 23 de marzo de 2009

En el río Magdalena

Pienso justamente en cómo detesto mi nombre: Estela. Parece sacado de tres generaciones atrás. Y si fuera de esta, parece vago y débil, como siempre rodeando otras cosas, a otras personas, lejos de mi. Porque alguien puede ser la estela de Roberta o María, pero me pregunto, ¿puede alguien ser la estela de Estela? No pues, no se puede.
Y mientras, envidio a quienes sí la llevan. El violeta intenso de las estelas de rabia, el tierno amarillo de las estelas dulces. Las estelas multicolores. Las oscuras como el centro de la noche. Ese exquisito ir y venir como perdiendo el rastro, como siguiendo la pista del dueño que camina rápido y que quiere esconderse. Y corre y se pierde a veces, pero la lucecita endemoniada finalmente lo encuentra y se le pega atrás por la espalda, aferrándose como la primera vez y riéndose como todas las veces. Siempre. Aunque el amo vaya, se meta al río Magdalena, llore sus desgracias y se agarre la cara con las manos hechas garras. La estela lo espera afuera –y cómo me gustaría que me esperara a mi, la Estela verdadera- y se le monta detrás de los hombros una vez que sale del agua.