miércoles, 1 de febrero de 2012

Bipolar

No quiero decir que te lo dije, pero te lo dije. Y tú sabes que yo no juzgo, que creo tanto en las libertades individuales como en la vida misma, aun cuando sabía que todo esto pasaría si no me hacías caso, si no me escuchabas, si no metías dentro de tu cabeza cada una de las palabras que salían de mi boca.
No quiero decir que te lo dije pero te lo dije tanto. Ya sabes que respeto cada una de tus decisiones, que no califico lo que haces o dejas de hacer porque ya tendrás suficiente con tu propia conciencia y con las preguntas del Juicio Final. Pero sabes que la mía era una verdad del tamaño de una catedral, porque me mirabas con esos ojos abiertos y llenos de tinta roja, apretando los dientes como sueles hacer cuando te digo las cosas que tengo que decirte.
Puedes hacer lo que quieras. No quiero recriminarte más porque no soy de las que va como predicadores odiosos, separando aguas, izando la bandera de lo bueno. Aunque esta vez sí debieras reconocer que te dije claro que lo negro es negro y lo blanco es blanco, que íbamos a tener esta conversación como si la hubiera calcado y la hubiera llevado al pasado.
No seguiré insistiendo que te lo dije varias veces, o que pensé decírtelo, no sé si hay alguna diferencia importante con eso ahora porque siempre supe que hacías mal, que estabas metiendo las manos hasta el fondo de la hoguera. Quizás debí hablarte más fuerte, pero tú ya sabes que no es mi estilo, que creo que cada quién puede hacer lo que le permita el cuerpo y el alma. Yo soy así, para qué repetirlo, libre, abierta, de pensamiento amplio.
Tú quizás debieras ser un poco más como yo, amiga. Menos celosa. Más auténtica. Te dije esto una vez pero no me escuchaste. O pensé decírtelo, no lo recuerdo, aunque no sé si hubiera servido de algo dada tu tendencia a ir por la vida corriendo, sin atender mis consejos, como un caballo desbocado que huye de su dueño.

Diálogo

Yazco inmóvil, con la vista fija en el infinito blanco. Calculo que entre mi cuerpo y el techo habrá dos metros, dos metros y un poco más. Justo arriba de mi cabeza la pintura se descascara, alcanzo a notarlo desde aquí. Algunas noches he pasado horas mirando el pedazo de pintura podrida, siguiendo sus líneas entrecortadas, buscando con la nariz el olor húmedo y sucio que se esconde en los contornos. He visto como esa gangrena avanza lento pero seguro, como hoy es siempre más grande que ayer, consumiendo de a poco e inevitablemente mi habitación. Como un cáncer.

En otros desvelos he imaginado que el hueco en el techo deja entrar finalmente un poco de lluvia. Como está justo arriba de mi cabeza, una gota solitaria caería cada segundo en el mismo lugar de mi frente, las nueve horas que dura la noche, rompiendo la piel con una sutileza mortuoria. Me quedaría ahí, lo juro, hasta sentir el tic, tic, tic de la gota en el hueso.

Mi cuerpo inmóvil en la cama me da risa. Y me río en el estómago, en el esófago. Tengo hormigas que se ríen en la lengua, tengo una yegua que galopa adentro de mi boca. La imagino cabalgando fuera de mí, dando vueltas alrededor de la cama, relinchando arriba tuyo. Pero afuera todo es noche, todo es televisor apagado, velador confuso, camisa y pantalón doblados con parsimonia arriba de la silla de tu abuela. Todo es lo que es, lo que siempre ha sido desde el día que dejaste de hablarle a mis ojos y empezaste a conversar con cualquier cosa que estuviera detrás de mis hombros.

Susurro muchas veces en las largas horas de la noche. Te cuento lo que hice en el día, la carta que debía firmar y no firmé, el bosquejo que no debía entregar y que entregué finalmente, el beso celeste que vi entre dos escolares en la plaza y que miré tanto que imaginé que era mío. Te susurro tan pausado que siento el sonido de mis labios abriéndose y chocando por cada palabra, siento la ese, la ele, la eme, siento la saliva como un canto en el silencio.

A veces voy más lejos y busco el pedazo de sábana más frío, el que está más cerca de ti, despacio. Escucho como los dedos de mi pie derecho avanzan un centímetro, dos centímetros o tres en dirección a los tuyos. Siento como la tibieza de mi espacio empieza a perderse hasta llegar a ese punto náufrago de la cama, a la tierra de nadie que más que tela y colchón es un pedazo de témpano.

Un par de veces la planta de mi pie ha seguido avanzando temeraria, hasta alcanzar con mi meñique dulce tu meñique dormido. Toco tu dedo con un roce apenas, descubro con el mío la fibra que te compone, cuento cuántos pliegues tiene tu dedo quinto y estoy así hasta que amanece, hasta que la luz del día me acusa con el rayo de luz de la cortina mal cerrada.

Entonces vuelvo con el mismo cuidado a mi sitio y pienso que mañana seguiré contándote qué pasó con la llamada que debía recibir, con la conversación pendiente con María, con el nido de tórtolas que descubrí ayer en el farol pequeño que pusiste en el patio hace 17 años atrás.