En 1961, entre flores y sábanas gastadas, Ana murió. Nadie podría dar más detalles: si hacía frío, si era de noche o de amanecida. Sólo, que tenía 48 años repartidos en un cuerpo blanco y diminuto, el mismo que levantaba imperiosamente a las 6 de la mañana y con el que sacaba de la cama a sus doce críos. A tres, en la fecha de su partida, porque el resto de la prole ya se había ido de la casa materna o había muerto, por insuficiencias al nacer o nefastos accidentes. En un metro cincuenta y dos, para comienzos de los 60 Ana ya había recopilado información suficiente en el alma como para partir con tranquilidad.
Hoy, la menor de sus retoños, Silvia, logró trasladarla desde el Cementerio General al Parque del Recuerdo. En el primero, Ana estaba perdida en un mausoleo olvidado entre un montón de familiares desconocidos, escena que a la hija más chica despertaba entre saltos dos de cada cuatro noches, en invierno, verano y primavera. Insistentemente. Después de varios ires y venires de los permisos correspondientes, Ana reposa finalmente en una urna pequeña y blanca, como su cuerpo, depositada en un espacio individual dos metros bajo el verde prado. A las 11 de esta mañana, Silvia lloró con desconsuelo por el segundo funeral de mamá, el primero que ella recuerda con nitidez y que le permitirá dormir en calma, en cualquier temporada del año
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